Inmediatamente recordé a Teresa Melo, quien acuñó que “ser cubano es una tarea”, que incluye —agrego— no sólo ir por el mundo explicando qué tipo de cubano eres y por qué, sino, además, dar detalles de una vida cotidiana que al resto le parece bizarra, inconcebible, invención malintencionada de gusanos y enemigos de la revolución. Pero como sé que Carmen no es de los que así pensarían, le expliqué que en Cuba los hoteles son para extranjeros y se cobran en dólares. La noche cuesta como cualquier otro hotel del mundo, cincuenta o setenta dólares los más baratos, y el salario promedio de un cubano no rebasa el equivalente a quince o veinte dólares al mes.
En los ochenta, la época en que Cuba sonreía —como decía Ariel—, cuando pusieron supermercaditos donde se podía comprar carne rusa uruguaya, repollos búlgaros rellenos y tamal en lata nacional, también proliferaron en La Habana las llamadas posadas, unas pocilgas como la que aparece en la primera escena de Fresa y chocolate, que alquilaban por horas mientras una larga cola de parejas esperaba afuera muertos de pena —todo el mundo sabía a qué iban— o entre chistes y desenfadada convivencia. Y donde, lógicamente, no alquilaban habitaciones a personas del mismo sexo.
Pero en Santiago —cuna y pan— no había posadas. El único hotel de paso que recuerdo era Chapela, un motel en la carretera al aeropuerto, hacia el que echábamos los ojos lo más disimuladamente que podíamos —la discreción en los cubanos es casi un imposible— cada vez que pasábamos en una de las guaguas que llevaban hacia la entrada de la bahía. Nunca vi a nadie saliendo de allí, ni un alma. Parecía más bien un cementerio detrás de la alta barda que sólo dejaba ver los techitos de las cabañas.
Las veces que estuve en un hotel fue durante una Vuelta a Cuba que logró conseguir mi familia cuando cumplí quince años o en algunos encuentros y congresos de artistas. En todos los casos, al registrarse, le entregaban al huésped una tarjeta con su nombre completo, el número de habitación y los días que estaría hospedado. Sólo presentándola se podía traspasar la entrada, en la cual siempre había un portero, o subir al elevador, donde el ascensorista la revisaba cuidadosamente. Si alguien que no estuviera hospedado lograba burlar tantos retenes, incluida la recepción, donde pululaban los ojos vigilantes, es porque era un as de las transfiguraciones y la invisibilidad.
De modo que cuando quería uno conocerse un poco más con alguien, tenía que esperar a que toda la familia saliera (cosa bastante difícil en hogares con ancianos o niños pequeños), buscar un rincón oscuro en cualquier calle —detrás de un arbusto, un automóvil o en una escalera— (situación bastante arriesgada para parejas de cualquier conformación) o pedirle el cuarto a los amigos que pudieran prestarlo (gracias Berthica, gracias Marta Campos, ¡gracias Arístides!). O esperar a que el Sindicato o la Juventud Comunista dieran la posibilidad de alquilar un fin de semana en la playa —premio a la buena conducta del compañero militante o resultado de alguna triquiñuela—, momento en el cual coincidíamos todos los amigos y aquello parecía otra posada en la que también había que esperar turno.
Porque no crea usted que era tan fácil y sencillo como lo es en cualquier lugar del mundo alquilar una casa en la playa o una habitación de hotel. En Santiago de Cuba —y en todas las provincias del interior— había una sola oficina de turismo y no miles de agencias de viaje como en cualquier pueblo del planeta. Esa oficina única —que era, por supuesto, una dependencia gubernamental— ponía a la venta las habitaciones asignadas a la provincia en hoteles de La Habana u otros destinos para el verano o el fin de año siguientes. Para obtener una reservación, el interesado debía marcar un número de teléfono un único día y a una determinada hora. No un conmutador con diez líneas… no, un número único. Quienes tenían el dedo más veloz podían acceder a lo que iba quedando. Dependiendo de su suerte y habilidad dactilar, reservarían una semanita en el Habana Libre, en el lleno de cucarachas Bruzón, en el cayéndose a pedazos Isla de Cuba… o en ningún lado.
Hubo en ciertos años otra variante. Cualquier hijo de vecino hacía una lista adonde se anotaban los futuros viajeros. Eso ocurría dos o tres meses antes del día único de venta en la oficina única de turismo. Cada tarde, los anotados se reunían en algún lugar público de la ciudad para pasar lista. Quien faltaba, quedaba automáticamente eliminado y el siguiente avanzaba a su lugar. Cuando se iba acercando la fecha, la rectificación se hacía dos veces al día. Así, los que conseguían llegar al final, entraban en ese orden a la oficina el día señalado a ver si alcanzaban Habana Libre, Bruzón, Isla de Cuba… o nada.
Para el boleto del avión o la guagua que lo trasladaría a su destino había que hacer otra cola y rectificar otras listas. Así que o se la pasaba uno corriendo de un lado a otro de la ciudad para decir “aquí” en cada una de ellas, o varias personas de la familia tenían que rotarse la responsabilidad. O le pedía a algún amigo que le hiciera el favor, con el peligro de que el susodicho se anotara y le tocara Riviera mientras usted se iba al Isla de Cuba… o a ningún lado.
La otra variante era casarse. Cuando uno se anotaba en la lista de los matrimonios —sí, para todo había listas—, podía, sin hacer la cola de meses, reservar una Vuelta a Cuba o unos diítas en un hotel. Pero como usted comprenderá, nadie puede casarse todos los veranos.
¿Ya ves, mi querida Carmen, por qué Mar y Yanela no pudieron ir a un hotel? O sea que si en 1964, mi año de nacimiento, cuando Nicolás Guillén escribió “Tengo” esta escena era posible:
Tengo, vamos a ver,
que siendo un negro
nadie me puede detener
a la puerta de un dancing o de un bar.
O bien en la carpeta de un hotel
gritarme que no hay pieza,
una mínima pieza y no una pieza colosal,
una pequeña pieza donde yo pueda descansar.