martes, 8 de abril de 2008

Una noche de copas, una noche loca



Hace alrededor de dos siglos y una década que no iba a un antro. Las últimas veces fueron una inolvidable noche madrileña en La Lupe con Lazarito, Enrique y Pedro allá por los finales del 2003 y otra noche defeña, con Orlan y Fer, en fecha cumpleañera que ahora mismo no soy capaz de precisar de tantos años que han pasado.
A principios de los noventa, recién llegados a México, las discotecas fueron para nosotros un descubrimiento. Lo más cercano que había en la Cuba de mi generación, eran aquellos salones de algunos hoteles, con bola de vidrio espejeante de música disco; pero ya se sabe que a los hoteles casi nunca se pudo entrar. Mi primera vez en México fue en Christine de Cancún. Aquel lugar nos pareció tremendamente alucinante, inmenso como un estadio con todo y gradas. Cobijados por la música ensordecedora, gritábamos “¡Abajo Quien Tú Sabes!”, nerviosos por el desafío.
Ya en la ciudad capital, no recuerdo cuándo ni con quiénes fue la primera noche de disco, pero recuerdo miles, todas revueltas como en collage. En Satélite, en la Roma, en el Centro, en la San Rafael… Con nombres que iban cambiando cuando lograban sobrevivir a cada clausura. Especialmente aquel local de Monterrey casi esquina Oaxaca que alguna vez tuvo otro nombre y luego fue Anyway y después quién se acuerda cómo. Cerca de la medianoche, el juego de luces sobre la pista anunciaba el momento en que empezaba el baile. Era muy curioso, al menos para nosotros, que antes de eso nadie se animaba a subir y ese instante era como una estampida. A las dos de la mañana había un show de travestis; gordas divinas, forradas de lentejuelas, que imitaban a Lupita D'Alesio, a Rocío Banquells, a Paquita la del Barrio, a Rocío Dúrcal. Después, con la bonanza, hubo dos y hasta tres shows, uno en cada piso, para todos los gustos y preferencias. A las cinco, cuando anunciaban el cierre y encendían las luces, una buena parte de la concurrencia se quedaba a esperar las siete, hora en que iniciaba el servicio del metro.
Todo eso recordamos el fin de semana porque el sábado al amanecer llegó mi amigo Efraín desde Miami. Después de apetitoso desayuno casero, obligada comida en la Condesa, esa suerte de Village mexicano, y consabido baylicito en las rocas en la terraza del Konditori de la Zona Rosa, la noche nos sorprendió investigando qué antro existía aún, que muchos han sido clausurados en los últimos tiempos. El Lisptick dijeron, en la esquina de Reforma y Amberes, frente al exclusivísimo Champs Élysées, y hacia allá encaminamos nuestros pasos.
Pescamos un sofá a cambio de comprar un vodka cuyo precio nos hace suponer que la botella será extraída de la reserva imperial de los zares. Bautizada de lujuria por el mismísimo Rasputín. Y ya sabes que si no compras el litro, no te sientas en toda la noche. Enfrente, una muchacha de ojos grandes despliega una coreografía para cada pieza musical que arrojan con atronador volumen las bocinas. Cruza el brazo sobre el pecho, lo ondea encima de la cabeza, señala con el índice a media concurrencia, gira. Vuelve el estribillo a la primera frase y de nuevo, en la misma secuencia, cruza el brazo sobre el pecho, lo ondea encima de la cabeza… Contoneándose, pega el trasero a la pelvis del moreno medio torpe al que tiene al lado. Él la atrae rodeándole con las manos la cintura y ella se separa, coqueta. “¿No es ésta una discoteca gay”?, me pregunto justo cuando ella echa sus brazos sobre los hombros de la amiguita caretona que había estado secundando toda su rutina coreográfica. Le grita algo al oído; que si se lo susurrara, que es lo que parece sugerir la cercanía de las caras y los cuerpos, la otra no escucharía ni pío. Separan las cabezas y les saltan chispas de los ojos. “Hum, se me hace que son un trío”, pienso con mi mente cochambrosa, aunque realmente el moreno está de lo más pasmao en el rincón. “¡Qué poca iniciativa y creatividad las de este muchacho!”, juzgo.
Mientras, el muñequito de cuerdas y la flaca del otro lado dan saltos tictaqueantes y asincrónicos. “Éstos no podrían bailar en La Placita”, sigo juzgando, ¡qué fea costumbre, chico! La Placita era la comparsa carnavalera de los niños fresas en Santiago de Cuba, institución tradicional en la que bailaron Piri y Angelitico hace bastantes años ya. Al otro extremo del salón, los barmen descamisados preparan tragos multicolores lanzando al aire las botellas. Los vemos cuando tratamos de abrirnos paso entre la multitud regocijada para llegar finalmente, como si fuera un milagro, a la puerta del baño. De regreso, nos arrolla un trencito de locas que atraviesan el salón saltando como pajaritos (valga la redundancia). “¡Qué bueno es divertirse aunque uno no sepa bailar!”, me digo pensando en mi poca habilidad para ese asunto y en la absurda vergüenza que me ha provocado siempre. Miro alrededor y reflexiono con tono académico: “¡Qué bueno que esta generación no se limite con etiquetas o simplemente las asuman todas”. Achantada de nuevo en el prodigioso sofá, apuro medio vaso de coctel a ver si los vapores del alcohol me aligeran la pesadez de anciana aguada que ya no tiene edad para estos trotes y veo al pasmaíto insistiendo con la de los ojos grandes, que se hace la del rogar, como se (mal) dice coloquialmente por estos lares.
“¡Ustedes están muy viejos!”, nos echó en cara el fresco de Albertico Bremermann a Orlando y a mí hace unos meses cuando disertábamos, también académicamente, acerca de esa música tan alta que no permite platicar y el gentío que te aplasta, te clava el codo en el costado, te pisa, te da un nalgazo, te pica el ojo… “¿Quién va a una discoteca a platicar?... Para eso váyanse a la cafetería de Sanborns”, concluyó el atrevido con toda la boca llena de razón.
El sábado, mientras pagábamos los 120 pesos del cover le decía a Efraín: “¿Te acuerdas que el Anyway costaba 33 con dos bebidas?” Ya en la tarde habíamos recordado aquellos teléfonos mágicos por los que podíamos hablar gratis a Cuba, los amigos y las fiestas de entonces, los antros a los que fuimos, aquel Cougart negro en el que recorríamos la ciudad cuando todavía no había estaciones de metrobús arruinando la belleza de Insurgentes. Hace casi veinte años. Tiene razón Albertico. “¡Ya estamos viejos!”, lo remedo muerta de risa y Efraín protesta, echando fuego por esos ojos verdes que le brillan como faro del Morro: “¡Cállate, hija de puta!... ¡Vieja estarás tú!”

3 comentarios:

Jo Ruiz dijo...

Me encanta tu humor, Odette. Además, como te conozco, puedo imaginarte riéndote, jaraneando. De tí, además de tu poesía, siempre admiré en Cuba tu valentía de asumirte tal como eres, a pesar de vivir en una ciudad donde todo lo "rosa" era inmediatamente vapuleado o ninguneado por todo lo "rojo". Precisamente eso era, en aquellos años ochenta, el Parque de Ajedrez: un coto de libertad sexual e intelectual en medio de la más absoluta intolerancia castrista.

Alejandro Marré dijo...

Ho melancolía! Los antros, los tiempos, el haber vivido. Un abrazo cósmico amiga.

Alejandro Marré

Kmilo dijo...

"el tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos y el amor no lo reflejo como ayer...."
Hay que ver Odettica que mayor estamos para reflexionar así.
La verdad es que admiro que tengas huevos de ir a un antro de estos a nuestras edades. Yo para estas cosas debo haber envejecido dos o tres siglos. Nunca me apetece ir a sitios así, prefiero un lugar tranquilo donde pueda beber a gusto, hablar con los amigos, disfrutar la música.
Tengo una amiga que dice que a mi me han llevado los hombres grises, no sé si tendrá que ver con esto.
Gracias por tu blog, un besote.
K.