martes, 13 de mayo de 2008

La Habana sí



A Yoani Sánchez, allá en La Habana de un siglo después*



Tal vez por haber mencionado a Eusebio Leal hace dos semanas y recordar, en consecuencia, su programa televisivo Andar La Habana… tal vez por haber leído el fogonerazo de Camilo Venegas acerca de la “estática milagrosa” que mantiene en pie tantos edificios ubicados fuera de los límites del proyecto de remozamiento Leal… tal vez porque La Habana es presencia constante en mi memoria, de pronto me veo sentada en el muro del malecón una cálida noche de principios de los noventa. A mi lado, una amiga santiaguera; a mi espalda, nuestro coterráneo: el general Antonio Maceo, Titán de Bronce, erguido en su estatua ecuestre. Tan a gusto estamos hablando de su experiencia pedagógica, de aquellas fascinantes historias de griegos y romanos que ella pareciera conocer al dedillo, que no vimos acercarse a dos muchachos, unas criaturas, que se han sentido en la masculina y cubanísima obligación de acompañar y proponer.
Que indiferentes a su presencia —eso fingíamos… quién podría ignorarlos tan pegaditos que estaban— hayamos continuado aquella plática matizada de frases clásicas que mi amiga suele aplicar a las contingencias de la cotidianidad, les pareció verdaderamente chocante a nuestros jóvenes enamorados. En un alarde de bravucona presión, reforzaron sus cada vez más groseras interrupciones y ante la insistencia de nuestro desprecio —que fue sólo una gentil negación; no podría ser de otro modo tratándose de esta amiga de esmerada educación y trato—, empezaron a gritarnos todo un repertorio de lindezas que ya podrán imaginar, desde el muro hasta la mismísima puerta de mi edificio, mientras nosotras, sólo unos pasos adelante, huíamos despavoridas Oquendo arriba.
En aquellos años anteriores a las jineteras y sus chulos, el disfrute de la belleza del malecón habanero, esa enorme boca azul que se abre desde el Morro hasta el 1830, casi siempre se veía perturbada por tipines de esa laya o por los hijos de Onán, que practicaban sus pajísticos dones a todo lo largo del arrecife costero, silbándole desde allí a cualquier hembra para presumirles el instrumento en cuestión porque, además, como buenos cubanos, adoraban el exhibicionismo.
De modo que, mejor, antes de seguir contemplando sus impudencias, camino hacia 23, esa hermosísima avenida, corazón de La Habana moderna, observando mientras me acerco el elegante edificio del Hotel Nacional con sus dos torretas y detrás, las alas enormes del Focsa como abrazándolo. Paso ante las oficinas de Cubana de Aviación, frente al cine La Rampa y la cafetería Milán, junto a la Casa de la Cultura Checa y al restaurante Praga, tan oscuro que no sabía uno lo que tragaba allí. Doy vuelta a la derecha en el Pabellón Cuba y entro al edificio de al lado, en cuyo quinto piso está Radio Ciudad de La Habana. Voy a encontrarme con Albis Torres (†) y Joel Valdés, productora y conductor del programa Hoy, en el cual anuncio cada semana la programación de actividades de la Casa del Joven Creador.
Al salir de la emisora, seguramente andaré por N hasta el edificio América, en la esquina de 27, donde tienen su cuartico alquilado Teresa y Sigfredo. En el camino, pasaré ante la entrada enrejada del refugio que construyeron en los ochenta cuando se suponía que —entonces sí… como cada vez— llegaría la invasión americana. Por ese mismo tiempo, semanas y semanas cavamos a pico y pala los estudiantes de la Universidad de Oriente en las laderas de Becas Quintero, al resistero del sol, sudando como presos de la cárcel del Sing Sing, para que las lluvias del siguiente mayo taparan totalmente las trincheras y las llenara de tierra el olvido hasta que convocaran a los preparativos para la próxima invasión.
Los tres metros cuadrados de Teresa y Sigfredo fueron hogar y refugio de esos días. Muchos de mis poemas de entonces tienen que ver con ese espacio y esas almas. Siempre había un buchito de café, un tecito, una sopa de nada, un trago de ron. Y si no, salíamos por esos senderos de Dios que quedan por la cantera de San Lázaro, hoy Fragua Martiana, a buscar una botella de chispa ‘e tren a un precio que mejor no recordar. En los tiempos de gran hambre, cada uno de los amigos llevaba el ingrediente que lograba conseguir y hacíamos un pastel de arroz con mayonesa de papa que todavía me hace salivar como perro de Pavlov.
Si bajaba por N y cruzaba San Lázaro, en la esquina de Infanta y Concordia se alza la Iglesia del Carmen, donde vi en el 91 la más fervorosa manifestación de devoción hacia la Virgen de la Caridad del Cobre en su peregrinación anual. No podía creer que tanta gente se congregara en un acto de esa naturaleza cuando la religión había estado tan duramente vigilada y condenada por décadas. Impresionada y emocionada, tal vez ilusionada incluso, escribí entonces “Los mercaderes del templo”. Y tiempo después, deambulando por esa misma calzada ruinosa hacia la Quinta de los Molinos, nació “Portales de la calle Infanta”.
Subiendo por 27, en cambio, salgo justo a la base de la escalinata de la Universidad de La Habana, con su alma máter impertérrita allá arriba, braciabierta para todos sus hijos. Allí, en la colina, como le llaman familiarmente, una tarde me entregaron los ejemplares de mi primer libro, una noche oímos leer a Benedetti en la Plaza Cadenas y una mañana nos enteramos por el Granma de que ya nos había alcanzado aquella enfermedad terriblemente capitalista que es la suma de mil otras, y que su primera víctima nacional era nada menos que Veguillas, cosa bastante comprensible —parecía insinuar la nota oficial— tratándose de teatreros perversones que, para colmo, habían andado por el mundo sueltos y sin vacunar.
¿Ustedes sabían que la 127 no tenía confronta?... Yo tampoco, y después de salir del Pico Blanco del St. John, donde habían cantado Xiomara y Anabel, me quedé toda la madrugada en la plazoleta de frente a la Universidad con el acoso inevitable, indetenible e insistente de un caballerito proletario al que, si algo tuviera que agradecerle, sería que me enseñó otra ruta para llegar al Mónaco. El chofer de aquella guagua que al fin pescamos en la parada de la Casa de la FEU, amenizaba su noche con un radio VEF en el que Carlitos Varela gritaba desgañitado Tropicollage, que entonces era una canción atrevidísima.
Parada allí, en la esquina de 27 y L, no recuerdo claramente la primera vez que fui a La Habana. Supongo que muy chiquita, porque entre brumas veo una habitación del Habana Libre con vista al mar y una cola enorme en Coppelia, la famosa heladería, donde había entonces mil sabores, entre ellos el naranja-piña, que en mi paladar nada tenía que envidiarle a fresa ni a chocolate. Dice mi madre que después de dos o tres horas de espera mi padre dijo: “¿Ya vieron Coppelia?... Mírenla bien, porque aquí no vuelvo”. Y lo cumplió.
Dígannos guajiras, pero para Piri y para mí no había lugar más de ensueño que, precisamente, el Habana Libre. Tal vez por el recuerdo de aquel viaje infantil, tal vez por esa exuberancia de luces, cristales, mármoles, escaleras, vegetación interior. Cada vez que pisábamos El Vedado, acabábamos en esa esquina de 23 y L. Poniendo un telegrama para Santiago, llamando por teléfono a cualquiera o visitando aquel baño tan amplio e iluminado que parecía un salón de fiesta. Y luego, bajábamos La Rampa por esas aceras de granito coloreado para ir a merendar al Karabalí o al Wakamba, cuando todavía vendían sándwiches tostaditos y tartaletas.
Cuando llegué definitivamente el 30 de junio de 1989, ya había vivido tanto en La Habana como si hubiera nacido allí. Casi creía compartir —¡ilusa yo!— esa gracia divina, ese orgullo sempiterno que baña a los habaneros en sus días sobre esta Tierra. Los dos años y medio que me esperaban serían mucho más intensos de lo que entonces pude imaginar. Por eso, algo dentro de mí canta ahora mismo: Ooh La’bana, ooh La’bana… y le susurro al oído, aunque sea en fotos, enamorada aún: La Habana, paraíso encantado; La Habana, princesita del mar. Entonces me parece que no me he ido, que sigo despertando en mi cuarto de la calle Concordia, colgando de una 98 hasta la Avenida del Puerto, tomando un té de jazmín en el asteroide de Soleida o sentándome en un banco de Línea y G a esperar que la tarde me devuelva esa extraña fragancia de la felicidad.

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Yoani Sánchez, quien escribe en La Habana de manera casi milagrosa el blog Generación Y, acaba de ser nombrada por Times una de las cien personas más influyentes del mundo en 2008 y de ganar el Premio Ortega y Gasset en periodismo digital que otorga El País. Debió haber estado en el Círculo de Bellas Artes de Madrid la noche del pasado 6 de mayo recibiendo su galardón, pero el gobierno cubano, demostrando a todas luces su verdadera voluntad de cambio, le negó el permiso de salida.

10 comentarios:

Anónimo dijo...

Yoani Sánchez, que vive en un apartamento de microbrigada en Plaza, muy cerquita de la Plaza de la Revolución en la que hace unas semanas apalearon a las damas de blanco, está irremediablemente asociada a mis recuerdos, cada vez más punzantes, de esa ciudad. Compañeras de clase en la escuela de Letras, pasamos muchas horas en su casa, a su amparo y el de su genial marido, tomando el mismo ron que describes, entre los años 94 y 99, cuando una pizza costaba 15 pesos, una hamburguesa 10 y la estatua de Maceo en el malecón, nos miraba cada tarde comer con los helados, puro hielo con sabor a algo, que comprábamos en El Recodo, metidos en cartuchos de papel...
Muchas veces la vi en clase enfrentar la abulia académica, la pereza mental de algunos de los más dignos representantes de la Academia cubana... con ella y con Macho, su marido, aprendí el truco mágico: no se dice si alguna vez voy a Madrid. Se dice: ahora, cuando yo vaya a Madrid. Algo que tal vez sólo puedan entender los que conocieron a esa otra muchacha de provincia que fui yo en aquellos años... recordando siempre mi primer viaje a La habana, hospedada en el Habana Libre con mi madre (fíjate que coincidencia no tan coincidente) en donde tuvimos un desayuno con servicio de habitaciones, solas ella y yo y las tostadas supieron a una gloria que ya nunca repetí... donde me bañé en una bañadera entera para mí, llenita de agua caliente para retozar y no aquel cubito o ducha media helada de mi casa en la provincia... todavía, en cualquier hotel del mundo en el que esté, regresa aquella felicidad del Habana Libre. En aquellos años de tanta hambre y tanta alegría sin ninguna razón aparente aparecía también... y tú lo has traído todo hoy, el día en que otra de mis grandes amigas, la poeta Mae Roque está siendo trasladada a un hospital en La Habana, esa misma Habana derrumbada, por un infarto cerebral y yo te leo, otra vez, odettica... con el deseo de salvarnos y salvar a La Habana de tanta muerte innecesaria... gracias por tu texto.

Anónimo dijo...

Odette, de todos los textos que has "colgado" en tu blog, muy buenos por cierto, es éste el que más me ha emocionado. Cargo con el pecado capital de ser habanero, pobre de mí -ay, habanidad de habanidades- ya ves, nadie es perfecto. Yo soy del centro-sur de la ciudad, pero me movía por toda ella, si es que eso es posible porque La Habana es prácticamente inabarcable, y bien que pudimos coincidir muchas veces en los lugares que citas, todos muy conocidos y vividos por mí. Tu texto seguramente será la puerta a un nuevo período de nostalgia, espero que de corta duración y de una intensidad ajustada al momento que vivo. Espero, porque si de La Habana se trata no puedo asegurar nada. En cualquier caso te lo agradezco mucho, mucho. Fíjate, ayer mismo, después de terminar en el Estudio, estuve viendo por enésima vez un vídeo de Cortázar, en el que, entre otras cosas, hablaba de su fidelísima relación con Buenos Aires. Él, que en aquel momento llevaba 32 años viviendo en Europa, reconocía una debilidad incontrolable por su ciudad natal. Yo rápidamente a evitar tentaciones: a huir de pensamientos insanos que me pusieran en un escenario de 32 años sin La Habana... Y hoy tú, poniéndome de nuevo frente a ella... Ojalá podamos algún día compartir algunos de esos entrañables lugares que mencionas. Ojalá podamos aunque sea recordarlos juntos un día de éstos. La Habana... Se me están acumulando las cosas sobre las que hablaría contigo horas y horas.
Un fuerte abrazo,
Jorge

Anónimo dijo...

Querida Odette: he caminado contigo por todos los lugares que describes
de La Habana. Me sentí maquinita de video filmando los escenarios en
close-up. Tienes el don de la descripción y pones los puntos sobre las
íes.
Hay nostalgia, hay la tierra, y detrás de todo, un canto fiel.
Muy hermoso trabajo que se acomoda sobre la ropa blanca de las madres
que describes en la segunda historia.
He estado viendo y guardando en mis archivos interiores todo lo que
dices y compartes.
De México a La Habana no hay mas que un paso.
Maya

Anónimo dijo...

L y 23, niña, L y 23... Diciéndolo al revés no mi ubicaba...

En Miami allá por el 95 trabajé con Nicolás Guillén Landrián en un guión que después no tuvimos modo de promover. Yo me fui a la quiebra no mucho después... "Habana de mis amores" es el título. Nunca nadie sufrió más la nostalgia de la Habana de nuestros amores como ese Nicolás de todos los Guillén. Alguien debería hacer esa película... sobre el sistema carcelario; termina como una reflexión sobre la cárcel más allá de nuestra isla también. Y por ese Malecón tuve yo una experiencia que fue un parteaguas en relación a mi experiencia de la realidad surreal del reino de este mundo, tan cerca del Paraíso y tan lejano... Ahí en ese Malecón --el principal boudoir de la Habana-- tuve la más conmovedora experiencia de lo sobrenatural que se pueda imaginar; fue un acercamiento muy poderoso a esa entelequia que es la Virgen de la Caridad del Cobre... No por ser entelequia menos real. Eso fue en julio del 86, la única vez que he estado en Cuba desde que saliera en noviembre del 60. En L y 23 trabajé unos meses como la Modelo Incógnita, después de que me habían escogido para concursar por mi escuela (Ciencias Sociales y Derecho Público) para Srta. Universidad (concurso al que no me quise presentar finalmente pero que les dio a los de la CMQ la oportunidad de verme y contratarme)... Cuatro años antes de tú nacer. Tanto tiempo como ha pasado y no obstante la Habana de mis amores sigue presente, dormida apenas, agazapada, bajo la piel --siempre presta a desbordarse a la más leve provocación. Y música maestro.
Qué historia más triste, coño. Y lo peor es que aún no termina. O más bien, a lo mejor, !eso es lo bueno...!

Odette Alonso dijo...

Me dice un amigo de La Habana que ya no existe la 98, que ahora se llama P5 esa guagua... P5... Ya sabía yo que esa Habana sólo quedaba en mis recuerdos.

el goty dijo...

quo vadis??? que esperas querida, estas en la antesala de lo real maravilloso, la tierra donde la realidad parece ficcion y la ficcion es realidad, en cuanto a la habana, mis recuerdos van hacia andar la habana , no ese programa del leal desleal, sino el que me hacia en mi mente cada vez que una gira del coro me llevaba a la havana(o la necesidad de conquistar a la secretaria de turno del ministro de cultura parar que firmara la carta de libertad para un cuadro (que no cuadro); la habana es romañach, y es menocal, carlos enriquez, es portocarrero, y garciandia,tomas sanchez y flora fong, y eran todas esas fantasticas novias con o sin conocimiento de causa que me dieron la belleza del que busca y la esperanza del que espera; la habana es , sin ser gay enamorarse de perugorria en fresa y chocolate: en fin el mar..... te amo (idilicamente ) por esa pluma que no dejas descansar ......

Anónimo dijo...

Querida Odette, una bonita y triste historia que de cierto modo nos habla del desamparo de todos, no sólo de los protagonistas; estamos solos entre el cundiamor, la locomotora destruida y abandonada (como nosotros mismos); veo una impactante parábola en el texto de Venegas; la melancolía.
La misma melancolía que expresas en La Habana sí, si vamos a ver, sólo que aquí viene con un lenguaje testimonial y muy directo que me hace gracia. Sabes, La Rampa, el Malecón sobre todo, son sitios que al menos yo no puedo ver ni en fotografías (como algunos de Santa Clara) porque entones comprendo que aún estoy un poco allí, adonde, es lo más posible no pueda volver jamás, al menos como ciudadano de esa tierra
Gracias y adelante, Félix Luis

Eduardo Frias Etayo dijo...

Odette, a Yoanis solo la conocí de vista en La Habana, de cita en cita etílico artística, pero mencionaste a una santiaguera flaca muy cercana a mi, a la que le he dedicado un par de poemas que ni menciono para que no me ahorque por lo malos que son. Del malecón casi nunca disfrutamos Teresa y yo, si de la Cabaña, del Barrio Chino, y de la Plaza de Armas, donde pusimos fin a la vida de varias Bucanero. Por ella, por La Habana en la que me fui a vivir en el 85, soy de un poco mas al norte de tu ciudad (holguinero por mas señas), y por Holguin, por que no, por todas las Romerías que compartimos juntos y de las que despotricamos bebiendo en las noches, muchas gracias, me has hecho regresar aunque sea en la nostalgia.

Anónimo dijo...

Ode querida.
Otra vez tu palabra me hace soñar. Hice contigo todos los recorridos de estas anécdotas. Sé que alguna vez lo repetiremos in situ. Ojalá...ojalá.
Un beso

Anónimo dijo...

Como he podido vivir por tanto tiempo sin conocer tus odas, me duele. Como he podido apartar Enramada de mis recuerdos, me entristece. Como encontrar tus versos, así como de repente, me hace feliz. Puedo disfrutar de tus dotes, más allá de la piel o el egoismo. En los umbrales del exilio mental eres reina de esta sombra.