Eugenia Cauduro era una diosa. Colgaba del risco de un cenote yucateco como doncella a punto de sacrificio; asomaba entre las cornisas y columnas de Palenque con un enorme tocado maya; danzaba como gacela sobre los muros del fuerte de Campeche; volaba cual libélula en el agreste paisaje de las Barrancas del Cobre. Ahora es una respetable señora que hace de mamá joven en las telenovelas del Canal de las Estrellas, pero en aquellos anuncios turísticos de principios de los noventa era una diosa casi adolescente que le alegró la pupila muchas veces a esta pobre inmigrante indocumentada.
Alejandra Guzmán era una diosa. Con una faldita corta y circular, enseñaba dos piernas rotundas mientras rugía: “Reina de corazones,/ distante y lejana/ pasión de pasiones,/ yo soy la reina de corazones…” Llenita, cual debe ser; no como esas distróficas con cuerpos de cabrito regiomontano que ahora se llaman bellas. Eran los tiempos de “Siempre en domingo”, cuando escribí el cuento que comienza diciendo: “La culpa de todo la tiene Alejandra Guzmán” y fantaseaba con entregárselo algún día. Mucho antes de las mil cirugías que la han dejado como mazorca de maíz, con todos los dientes afuera.
Catherine Zeta-Jones era una diosa cuando el Zorro de Banderas —que era entonces un hermoso doncel recién importado de la Iberia— la dejó en camisón con la destreza de unos precisos lances de florete. ¡Coño, chico, qué les hicieron Michael Douglas y Melanie Griffith! Bien dicen por ahí que uno tiene la edad de la persona a la cual ama… Eso lo explica casi todo.
Xiomara Laugart era una diosa del panteón yoruba —¡cuál sino Ochún!— cuando abría esa garganta prodigiosa y dejaba salir aquel “Paria, desbroza el horizonte/ el cielo sobre el monte/ la alborada va detrá a a as”. Todavía ha de ser una diosa interpretando a Celia Cruz en Broadway mientras yo, que hace tantos años no la veo más que en fotos, recuerdo una noche en su casa de Marianao, donde me dio una entrevista alegre que publiqué en El Caimán Barbudo, y aquellas peñas de 13 y 8 donde cantaba como nadie: “Qué bien sería si esta noche con estrellas/ y luna casi nueva/ alguien cantara un buen boleto,/amor”…
Maite Perroni como actriz es muy malita y como cantante se la pueden echar a los leones… pero díganme si no es una diosa. En ese afán humano de acercarse a la divinidad, de acogerse a su amparo y protección, hace un par de años hice la más grande ridiculez de mi vida adulta: ir a una firma de autógrafos en la que sólo pude verla en lontananza, más chiquita que en la televisión, porque había miles de millones de fans —aunque usted no lo crea— que habían hecho cola desde la madrugada anterior y personal de seguridad que no permitía acercarse tres cuadras a la redonda. De cualquier modo, con ella aprendí —pónganle, si quieren, música de Manzanero— que para cardiovasculares no es necesario mover un solo músculo… a no ser el óptico.
Nicole Kidman es una diosa diosérrima. Rubia, castaña o pelirroja. Mientras avanzan sobre su cuerpo los cuarenta y le ha dado por hacer películas para niños, ese cutis terso y esos ojos profundos conmueven al más duro. Mientras la observo, estilizada y glamorosa como felina de caricatura, pienso que Tom Cruise es, entre otras muchas cosas, un imbécil… ¿O acaso ella es una odiosa, como buena diosa?
Angelina Jolie es una diosa cochina, cachonda y caliente. Una niña mala que se besa en la boca con su hermano, tiene tatuajes dedicados a otras mujeres y vestidos pegadísimos que convocan a todos los demonios. Tan mala es, que le quitó a la tontuela de la Aniston al güerito más codiciado de Hollywood y lo trae como idiota, cargándole a todos los hijos que va recogiendo por el mundo como las locas a los perros y los gatos callejeros. Muy mala, muy mala… ¡y muy buena!
Esta lista podría ser más nutrida —faltan las de la “vida real”; “mis amigas preciosas, mi amante”, diría el gran Heredia—, pero la dejo en siete, número mágico. Como las siete maravillas, como los pecados capitales. Como las siete glándulas salivares del perro de Pavlov.
Puede que sus apetencias no coincidan con las mías: la belleza es relativa. No olvide el viejo refrán: “Para gustos se han hecho los colores… y para escoger, las flores”. Haga su propia lista de mancebos o doncellas, sirenas o tritones, y en esos días que pintan medio gacho, écheles un ojo —¡mejor los dos!—… Se va a acordar de mí.
Puede que sus apetencias no coincidan con las mías: la belleza es relativa. No olvide el viejo refrán: “Para gustos se han hecho los colores… y para escoger, las flores”. Haga su propia lista de mancebos o doncellas, sirenas o tritones, y en esos días que pintan medio gacho, écheles un ojo —¡mejor los dos!—… Se va a acordar de mí.