lunes, 24 de noviembre de 2008

Tiranuelos

¿Ibas bien, Fidel?



Como ahora todo es público y compartido —buena razón tenía aquél, tan visionario, con que “el futuro pertenece por entero al socialismo”—, se ha puesto de moda “colgar” —como se dice en la jerga cibernética, muy a tono con esa gran vecindad que es la aldea global— álbumes de fotos personales, a veces íntimas, en sitios de internet. Las favoritas, además de las familiares, suelen ser las de viajes. Así, el público vidente —que puede ser cualquiera, esas redes son indiscriminadamente abiertas e inclusivas—, podrá saber si vas a Cancún o puebleas, si eres turista o viajero.
En uno de esos álbumes una amiga incluyó hace unos días las fotos de su reciente estancia en México. Entre ellas, un cartel que halló expuesto en un lugar del Centro con la mítica foto de Fidel, Camilo y las palomas. Para quienes no conocen la anécdota, en uno de los primeros actos públicos de 1959, el 8 de enero en el cuartel general de Columbia, de pronto, inesperada, una paloma blanca se posó sobre el hombro del orador. En ese mismo discurso, al afirmar que los peligros que asediaran a la naciente revolución habrían de enfrentarse y resolverse “sin tiros” —¡mira tú!—, Fidel interpeló a su acompañante: “¿Voy bien, Camilo?”, a lo que el otro barbudo respondió: “Vas bien, Fidel”; diálogo que se antoja muy revelador, irónico seguramente —¿cuándo en la vida aquél le ha preguntado a nadie si va bien? ¡Si él nunca se equivoca!—, ahora que sabemos que entre ambos hombres hubo diferencias tan grandes que acabaron en la inexplicable desaparición del Comandante del Pueblo, del Señor de la Vanguardia, del Héroe de Yaguajay, cuando sólo unos meses después el avión en que regresaba de Camagüey cayó en las aguas transparentes y poco profundas de la plataforma insular y nunca fue encontrado.
Volviendo a nuestro asunto, como esos democráticos espacios de internet permiten no sólo enterarse de la vida y milagros de la gente, sino también opinar al respecto —“¡qué chundo está este güey!”, “¡mamaciiita, cómo has creciiido!”, “¡qué bien te sienta el rojo, amigui!”—, la imagen de los líderes de la revolución cubana despertó, en sus círculos cercanos, encarnizado debate ideológico —¡ah, la batalla de ideas!— que obligó a mi amiga a dar explicaciones acerca de sus intenciones al tomar y publicar la foto. Tan candente se puso la cosa, que a punto estuvo de borrarla del álbum virtual.
Estamos enfermos los cubanos. ¿A qué mente calenturienta puede ocurrírsele que esta señora, que vive en Estados Unidos desde los años sesenta, hubiera hecho la foto por devoción a los comandantes y no por asombro hacia la veneración que siguen despertando esas figuras en las izquierdas políticas y en los pueblos del mundo. Veneración de tintes mercadológicos la mayor parte de las veces porque son iconos sembrados en la conciencia visual que ya no resultan objeto de cuestionamiento alguno: suelen aceptarse con la misma indiferente naturalidad que los anuncios de McDonald’s o de la Coca.
Pero a ver, si a uno le diera la reverendísima gana de poner en la sala de su casa, en su mesa de noche o en su álbum de Hi5 o de Facebook un retrato de Ho Chi Minh, del Subcomandante Marcos o de Obama porque le cae bien el tipo, le gusta el colorcito de fondo o espantan a los malos espíritus… ¿a quién le importa eso? ¿Por qué nos sentimos con el derecho de montar de inmediato un acto de repudio justamente a lo Fidel Castro? ¿Acaso no podemos superar esa odiosa influencia, esa impronta de dictador absolutista, de “sólo es bueno lo que yo hago o pienso”, de “están conmigo o en mi contra”? ¿No podemos ser lo que se llama democráticos, respetar los gustos y las predilecciones de los demás sin considerarlas deslices o errores que tenemos la misión impostergable de corregir?
La semana antepasada el músico cubano Paulito FG, que aún vive en la isla, hizo en Miami una de las escalas de su gira. En entrevista para un programa del canal GenTV, dijo algo así como que “creer en Fidel hasta cierto punto ha sido una suerte, nosotros hemos sido por toda una vida gente que ha creído en el Comandante y hemos vivido tranquilamente, honradamente, haciendo nuestros sueños artísticos'” y añadió que nunca ha tenido trabas para realizar su trabajo, por lo cual es un hombre “sin temor a nada”.
Qué suerte la de Paulito, digo yo… qué bueno que ama a Fidel. Porque tener que vivir en Cuba sin amarlo es un verdadero calvario. Qué bueno que nunca ha tenido obstáculos, acosos ni censuras… porque tenerlos nos encaminó a nosotros hacia estas otras tierras. Dichoso él. Claro que no todos piensan con mi acostumbrada naturalidad: las afirmaciones del músico revolvieron el avispero y de inmediato hubo convocatorias para boicotear su presentación en el Sunshine State. Reproduzco textualmente una anécdota que, en tono muy cubano, circuló por internet:

Al otro día de las declaraciones de Paulito FG en Miami era su concierto en el Club La Covacha. Los bailadores, sin hacer caso del llamado del exilio histórico, llegaban en sus carros listos a sumergirse en la salsa del cubano italiano fideliano.
Enfrente del club se encontraba la siempre presente
Vigilia Mambisa dándole un acto de repudio “tipo Mariel” a cada uno de los que entraban: ¡Comunistas! ¡Fidelistas! ¡Hijeputistas!
Se agolpaban allí los noticieros hispanos, las cadenas de TV americanas, los reporteros de la prensa plana, las agencias de noticias. En eso, un Lexus negro último modelo dejó bajar a una mujer con traje largo negro, elegantísima y repleta de joyas. Mientras le gritaban miró a la multitud enardecida, se remangó el traje y gritó: “¡Me sale del boooollooooooo!” delante de las cámaras de TV y de todos los reporteros que se quedaron pasmados primero y después irrumpieron en una carcajada.



Dígame usted con qué confundido criterio alguien le exige a otro que no baile con la música que le gusta. ¿No es exactamente lo que hizo el gobierno cubano cuando prohibió la difusión, la venta de discos y la escucha incluso doméstica de Celia Cruz, Olga Guillot, Valladares, los Estefan, El Puma, Feliciano, Roberto Carlo, Oscar de León o tantos otros cuando dijeron o hicieron algo que no le gustó al máximo líder? ¡Estamos enfermos los cubanos!
También hace unos días alguien me preguntó —palabras más, palabras menos— cómo es posible que insista en hablar y en citar a Silvio Rodríguez a estas alturas, después de todo lo que ha pasado. Cuando traté de responderle, me vi trepada en un balance de la sala de mi casa de Santiago, con una tiza húmeda en la mano, escribiendo en la pared: “Mejor ser felices como nuestros padres/ y hacer de la lástima amores eternos/ hasta que a la larga te tape el invierno”. La guitarra de Silvio es un tiempo de muchachos llenando de letreros las paredes; un tiempo en el que un grupo decía “que una canción tiene que ser muy fácil para la razón” y él les echaba en cara: “¡No han abierto los ojos/ al mundo!/ Miren qué decir eso/ con tanto motivo/ para no reírse/ como hay”. En medio de aquel mar de confusiones de los veinte años, su voz nos repetía como una palmada en el hombro:

A los tristes amores mal nacidos
y condenados por su rebelión
daré algún día mi canción de amigo
y fundiré mi vino con su vino
sin perder el sueño por la excomunión.


En una entrevista a Sandra Lorenzano, a propósito de su novela Saudades, me topé una vez más aquella absurda pregunta de qué salvarías de un naufragio, qué te llevarías a una isla desierta. Siempre he dudado ante ese planteamiento. Qué libro elegiría entre miles de libros, qué foto, qué objeto material… ¡Y desde cuándo se anuncian los naufragios para que uno tome previsiones y provisiones!… Para reconocer el valor de las cosas —o las cosas a las que les damos valor— no deberían ser necesarias pérdidas tan drásticas.
Sin embargo respondí. Papel y plumas, arriesgué esta vez. “Todo lo que no esté en papel se perderá en el fin del mundo”, suelo decir cuando me da por el catastrofismo. Pero allí, en la isla hipotética, para qué serviría un papel más que para avivar el fuego o para ciertos requerimientos higiénicos de los primeros tiempos… Allí vendría mejor una caña de pescar, una coa para la siembra, un recipiente para recoger el agua limpia. Lo demás son vacuas elucubraciones de intelectuales fantasiosos. Entonces pienso que en esa isla —y en todas— lo único que sobreviviría es la memoria y, en la mía, junto a Sabina y a Fito, junto a Serrat, Víctor Manuel, Ana Belén, Los Van Van y Son 14 —Quiero ir a Bayamo de noche…—, siempre cantará Silvio, siempre seguirá oyéndose su guitarra.


PD: Sí, me gusta Shakira… ¿algún problema?

martes, 18 de noviembre de 2008

Otra vez en la Ciudad del Sol




Más que el mar, el glamur de Ocean Drive, esos altísimos edificios que tanto se parecen a mis sueños, Miami ha sido siempre el lugar de reencuentro con los grandes amigos. Desde la primera vez, en 1996, cuando Dinorah y Margarita me esperaban fuera del aeropuerto y convirtieron mis dos días de tránsito hacia Nueva York en una cadena de deslumbramientos: cena en South Beach en una de esas terracitas que todavía en México no eran moda; desayuno en La Carreta de la Calle 8; paseo a Los Cayos con destino final en Key West ―Cayo Hueso para los cubanos―, donde visitamos la casa de Hemingway, el liceo donde Martí convenció a los tabaqueros con su inflamado verbo, los bares gay de la calle principal y el Sloppy Joe’s, donde brindamos a nuestra salud y la de aquel que bebía sus mojitos en la Bodeguita, sus daiquiríes en El Floridita y las cervezas de barril allí mismo donde estábamos sentadas. ¡Qué buena vida se daba aquel barbú, fuera cual haya sido el desenlace!
Años después, Efraín decidió “bajar de los fríos” del Canadá y establecerse en el cálido manglar; desde entonces ha sido mi anfitrión, su casa mi casa como antes en el DF. Fue primero aquel balcón frente a la intercostal de North Bay Village y ahora éste de la Collins alta, donde ponernos al día de uno y mil temas mientras tomamos el café o la cerveza y él se envenena con su humo.
En esa ciudad, cada vez más metropolitana, me reencontré también, viaje tras viaje, con mis primos Astrid y Encito, con Marlenys y Orlando ―la vida, pródiga, me ha dado dos hermanos con el mismo nombre: La O y Montes de Oca―, con Germán Guerra. Allí he admirado esa manera casi furibunda con que los cubanos han intentado reproducir la isla, sus costumbres más esenciales, en un afán de no quedarse sin raíces. Allí, hace dos sábados, supe que ya estaba en un pedazo de patria cuando en el Havana’s on the Bay una cubanita, que seguramente se llama Yuniaikys, le pedía: “No me la saques pero no me mientas” a un cubanito que bien pudiera llamarse Yasniel, el cual respondía profiriendo a diestra y siniestra, una y otra vez, a vivo grito, ese enfático mantra isleño que empieza en pin y termina en ga.
El lunes a mediodía, mientras Elegguá, yo y mi cortaúñas estábamos embarrados en la arena, ensordecidos por el estruendo de las olas y el viento, intenté establecer una comparación entre ejercer mi actividad favorita ―pensar― front the ocean o hacerlo en la oficina. La conclusión fue contundente: ¿a quién se le ocurre esa comparación? Disuadida, pues, en ese primer intento, me puse a pensar entonces que no quiero que incineren mi rollizo cuerpecito; ésos son hábitos de inquisidores y verdugos medievales. Pero si lo hicieran ―quién le asegura al muerto que se respetan sus últimas voluntades…―, que esparzan mis cenizas no en el mar ―¡ni que fuera tiburón o medusa!―, sino en la playa, en esa franja de arena donde acaban las olas en un baño de espuma.
Para fortuna de todos ―incluidos mis pacientes y magnánimos lectores―, la noche me iba a deparar mejores alegrías. En la terraza de Germán y Carina, a orillas del lago donde deambulan felices los aligátores, volví a abrazar, después de 20 años de no separarnos un segundo pero de no vernos personalmente, a mi hermana Ena, a Heriberto, a Daína, a Cenzano, a Carlitos Pintado… volví a compartir con mi querida Elena Tamargo y conocí a otros tantos viejos amigos de la internet: Teresita Dovalpage, William Navarrete, Néstor Díaz de Villegas, Jose...
Si sólo hubiera ido a Miami para esa ocasión, habría valido la pena… que pena no hubo ninguna. Pero el día siguiente me aguardaban más sorpresas. Después de un almuerzo y paseo meridiano por Las Olas Boulevard de Fort Lauderdale con Efraín y Orlando, la noche lluviosa ―algún asunto pendiente debo tener vaya usted a saber con qué orisha que dondequiera que llego convoco a la llovizna, si no al aguacero, así sea el Sahara más sediento―, al entrar en la carpa del Café Bohemio de la XXV Miami Book Fair International, el primer abrazo fue de María Isabel Rodríguez Giraudy ―¿nunca podré llamarla por su nombre de casada?― y a continuación fue una cadena: Alejandro Ríos, Alex “Papagayo” Fonseca, Carlos del Pino, George Riverón, Juan Carlos Valls, Luis de la Paz, Reinaldo García Ramos, Maricel Mayor… Justo entonces recordé lo que me dijo Susana hace unos meses, la noche del homenaje a Osvaldo Navarro en la Casa Lamm: “Parecieras otra persona… Éste es tu ambiente natural; ésta eres tú”.
Alejandro Ríos nos dio la bienvenida, Germán presentó a Cenzano, Ena me presentó. Con la boca abierta, a pesar de algún que otro desconcierto y de su limitada distribución comercial, me ha dado grandes satisfacciones, pero nunca antes me sentí tan cómoda, tan a gusto, leyendo esa primera parte del “Retablo para amores imposibles” que recrea, además del amor irrealizado, que es su buen pretexto, aquella Habana de principios de los noventa. Una vez más desfilaban ante mis ojos y los oídos de los presentes el gentío del bulevar de San Rafael, los libros prohibidos, el bullicio de Centro Habana, la música de entonces y de siempre, los sorbos de aquel ron nicaragüense, Margarita y el miedo de que dijera no.
Siempre voy a todos lados con el tiempo contado; debe ser un sino. Yo que añoro y envidio esas estancias largas de que hablan las biografías de los escritores míticos, aquellos periplos sin rumbo fijo. Aun así, siempre hay espacio para las anotaciones que después se convierten en materia poética. Allí, en el balcón de Efraín, frente a esas aguas que también tocan las costas de la isla, escribí los versos que darían lugar, días después, a este poema:


VEINTIUNO

Y entonces habló el mar
repitió entre palmeras un guarismo.
En esos días en que enardece el celo
la playa es una niña juntando caracoles
una mano en el hueco de mi mano.
Ése es el resplandor que convoca a las ánimas
fantasmas que ante mí se corporizan
viejos abrazos sí resucitados
círculos que también ha aprendido mi alma.
El verdor
que es la marca del paisaje
nada quiere decir
sólo el curso natural que estos días extraños
siembran en mi cabeza
al fondo de mis ojos
allí donde se enreda esta absurda película.
Las cuentas caen al mar
se hacen guarismo
valses de ingravidez.
Desde un balcón
alzada por el aire
describo una pirueta y otros actos de suerte
convoco a mis fantasmas.


jueves, 13 de noviembre de 2008

Lo que cuenta el que allí estuvo

Una de las fotos que tomó Ena Columbié durante mi lectura de la
primera parte del "Retablo para amores imposibles" el pasado martes

En lo que el camino retoma su curso y mi alma, todavía eufórica, vuelve a la normalidad de cada día, les comparto la crónica que hizo William Navarrete de mi participación, el pasado martes 11 de noviembre, en la Feria Internacional del Libro de Miami.


Pueden leerla en:

¡Gracias, William!




Con la boca abierta puede comprarse en:

martes, 4 de noviembre de 2008

La peor de todas

Cartel de la exhibición en inglés de
Yo, la peor de todas


Ensaimada es una palabra de mi niñez, registrada antes que, por ejemplo, gaseñiga. Sin embargo, la memoria la borró. La había olvidado completamente hasta que en 2004 Arístides compró media docena en una panadería del barrio de Ruzafa, en la mediterránea Valencia. Entonces, la palabra encantada regresó desde mi infancia en un segundo. No recordaba el panecillo pero sí su nombre: ensaimada. Mi abuela Lola y mi tía Noris las compraban en El Nuevo León, la dulcería de Carnicería y San Germán, o en aquella otra de Corona y San Francisco donde hacían tan sabrosas señoritas.

Ése es el primer párrafo de la crónica que debió ocupar este espacio. Pero desde el amanecer una monja jerónima invadió mi mente y ha estado a mi lado durante todas mis actividades del día. Y como esta mujer extraordinaria no me ha dejado escribir nada más que su propia y fascinante historia, he decidido que, en ocasión de su próximo cumpleaños, por esta vez mis dos blogs compartan el mismo texto. Puedes leerlo a continuación o, si lo prefieres, allá: en Sáficas.



Sor Juana, la peor de todas



En San Miguel Nepantla, un pueblito asentado a los pies de los volcanes, en las inmediaciones de la barroca capital de la Nueva España, nació el 12 de noviembre de 1648, según algunos, o de 1651, según otros, una niña a la que pusieron por nombre Juana Inés. La De Asbaje y Ramírez de Santillana no era una niña “normal”: muy pequeña, aprendió a leer a escondidas de su madre y en 1659, a los ocho o diez años, ganó un premio por una loa al Santísimo Sacramento.
Mucho tiempo después escribiría en su Respuesta de la poetisa a la muy ilustre Sor Filotea de la Cruz: “Desde que me rayó la primera luz de la razón, fue tan vehemente y poderosa la inclinación a las letras, que ni ajenas reprensiones —que he tenido muchas—, ni propias reflejas —que he hecho no pocas—, han bastado a que deje de seguir este natural impulso que Dios puso en mí”.
En 1660 es enviada a casa de su tío Juan de Mata en la ciudad de México, donde en 1664 es recibida en el Palacio del Virrey, sitio que frecuentará en lo adelante, al convertirse en dama de honor de Leonor de Carreto y favorita de las siguientes virreinas, la marquesa de Mancera y la condesa de Paredes, a quienes dedicará encendidos versos. Quienes vimos Yo, la peor de todas (1990) de María Luisa Bemberg —basada en Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe de Paz—, seguro recordamos especialmente aquellos encuentros vespertinos con la virreina a quien, como buena ricachona poderosa, en su afán de halago y reverencia, le encantaba la calentadera.
Las imágenes de la Bemberg en aquella película que vi en el cine Yara de La Habana, en un Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, se mezclan ahora con el escenario real: ese imponente convento de San Jerónimo que hoy acoge a la Universidad del Claustro de Sor Juana. En el patio rodeado de galerías, retumban las voces del acto en el cual, en 1669, profesó con el nombre de Sor Juana Inés de la Cruz. Allí tendría una celda de dos pisos que fue su refugio de creación y en punto de reunión de poetas y escritores novohispanos, como su amigo Carlos de Sigüenza y Góngora. Ahí la imagino, gracias a la Bemberg y a la pintura colonial mexicana, puliendo sus versos, debatiendo de filosofía, haciendo experimentos científicos, fantaseando —¿o realizando?— sus romances.
Cultivó todos los géneros literarios, sacros y paganos. Desde la lírica y el teatro hasta la epístola. Inmersa del espíritu barroco, hermanada con Góngora, Calderón y Gracián, es la máxima figura de las letras latinoamericanas del siglo XVII. En 1680 dirige el Arco Triunfal con que se recibe en la Catedral Metropolitana a los virreyes de Paredes; en 1689 se publica en Madrid el primer tomo de sus obras, Inundación castálida de la única poetisa, musa décima, sor Juana Inés de la Cruz, que es reeditado un año después; en 1692 ve la luz el Segundo volumen de las obras de sor Juana Inés de la Cruz.
Pero la fama de la jerónima, sus “irreverencias” e “impropiedades”, causabas demasiados escozores. A su confesor, Antonio Núñez de Miranda, le disgustaban sus actividades intelectuales, atípicas en las mujeres de su época, y varias veces la instó a renunciar a ellas. Después, se vio involucrada en la disputa teológica con el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, que diera lugar a su famosa Respuesta a Sor Filotea de la Cruz. Como fruto de esa envidia y ese celo, mientras en Europa eran reeditadas sus obras y devoradas como pan caliente, fue obligada a despojarse de su biblioteca y de su colección de instrumentos musicales y científicos, y a renunciar a la literatura. Así la sorprendió la muerte en la madrugada del 17 de abril de 1695. Cinco años después se publicó en España el tercer tomo de su obra, Fama y obras póstumas del Fénix de México.
A pesar de su diatriba a Sor Filotea y de “Hombres necios que acusáis/ a la mujer…”, que tanto nos sirven hoy como banderas, no había en aquellos ya lejanísimos ayeres conciencia feminista y mucho menos lésbica. En los textos que van a leer a continuación, de sus Sonetos de amor y de discreción, sólo está el puro fluir del sentimiento y del impulso creativo que, atrevida como era, tantos desaguisados le provocaron a la Madre Juana, “la peor de todas”.


En que satisface un recelo con la retórica del llanto.

Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,
como en tu rostro y tus acciones vía
que con palabras no te persuadía,
que el corazón me vieses deseaba;
y Amor, que mis intentos ayudaba,
venció lo que imposible parecía:
pues entre el llanto, que el dolor vertía,
el corazón deshecho destilaba.
Baste ya de rigores, mi bien, baste;
no te atormenten más celos tiranos,
ni el vil recelo tu quietud contraste
con sombras necias, con indicios vanos,
pues ya en líquido humor viste y tocaste
mi corazón deshecho entre tus manos.



Que explica la más sublime calidad del amor.

Yo adoro a Lysi, pero no pretendo
que Lysi corresponda mi fineza;
pues si juzgo posible su belleza,
a su decoro y aprehensión ofrendo.
No emprender, solamente, es lo que emprendo:
pues sé que a merecer tanta grandeza
ningún mérito baste, y es simpleza
obrar contra lo mismo que yo entiendo.
Como cosa concibo tan sagrada
su beldad, que no quiere mi osadía
a la esperanza dar ni aun leve entrada:
pues cediendo a la suya mi alegría,
por no llegarla a ver mal empleada,
aun pienso que sintiera verla mía.


De una reflexión cuerda con que mitiga el dolor de una pasión.

Con el dolor de la mortal herida,
de un agravio de amor me lamentaba;
y por ver si la muerte se llegaba,
procuraba que fuese más crecida.
Toda en el mal el alma divertida,
pena por pena su dolor sumaba,
y en cada circunstancia ponderaba
que sobraban mil muertes a una vida.
Y cuando, al golpe de uno y otro tiro,
rendido el corazón daba penoso
señas de dar el último suspiro,
no sé con qué destino prodigioso
volví en mi acuerdo y dije: —¿Qué me admiro?
¿Quién en amor ha sido más dichoso?


Que contiene una fantasía contenta con amor decente.

Detente, sombra de mi bien esquivo,
imagen del hechizo que más quiero,
bella ilusión por quien alegre muero,
dulce ficción por quien penosa vivo.
Si al imán de tus gracias, atractivo,
sirve mi pecho de obediente acero,
¿para qué me enamoras lisonjero
si has de burlarme luego fugitivo?
Mas blasonar no puedes, satisfecho,
de que triunfa de mí tu tiranía:
que aunque dejas burlado el lazo estrecho
que tu forma fantástica ceñía,
poco importa burlar brazos y pecho
si te labra pasión mi fantasía.


Discurre inevitable el llanto a vista de quien ama.

Mandas, Anarda, que sin llanto asista
a ver tus ojos; de lo cual sospecho
que el ignorar la causa, es quien te ha hecho
querer que emprenda yo tanta conquista.
Amor, señora, sin que me resista,
que tiene en fuego el corazón deshecho,
como hace hervir la sangre allá en el pecho,
vaporiza en amores por la vista.
Buscan luego mis ojos tu presencia
que centro juzgan de su dulce encanto;
y cuando mi atención te reverencia,
los visuales rayos, entretanto,
como hallan en tu nieve resistencia,
lo que salió vapor, se vuelve llanto.