martes, 16 de junio de 2009

Vuelo de mariposa




Hace un par de semanas, una mariposa enorme de alas labradas, más grande que cualquier mariposa conocida, voló en mis sueños. Aparatosamente, cual corresponde a un insecto de ese tamaño, se posó sobre mi hombro izquierdo. Sentí miedo. Pedí que me la quitaran, pero finalmente fue mi mano quien trató de espantarla. Entonces sentí que era dura. Como de cartón o madera. Creo que desperté al tocarla y pensar que se partiría como una película de chocolate congelada.
El sábado, al despertarme, volvió a aparecer ante mis ojos ya abiertos. No la mariposa, sino su recuerdo. Entonces, en una de esas asociaciones casi mágicas que ocurren celerísimas cuando nos estamos durmiendo o despertando, evoqué aquella vieja canción de Alfredo Zitarrosa. “Mariposa marrón de madera”, tarareé, sin poder recordar el ritmo ni el siguiente verso. “Algo niño que se desespera”, me decía, mientras mi memoria se negaba a traerme del pasado la frase completa. Inquieta, terminé los quehaceres relacionados con el desayuno y, al apretar el botón de encendido de la computadora, se prendió también el fuego del recuerdo y canté, ya con su ritmo regresado: “Mariposa marrón de madera,/ niño violín que se desespera…”
En lo que abrían los programas salté a la siguiente estrofa: “Porque a Becho le duelen violines/ que son, como su amor, chiquilines,/ Becho quiere un violín que sea hombre,/ que al dolor y al amor no los nombre”. Entonces supe por qué había salido aquella mariposa de la caja de Pandora de mi subconsciente. Becho, para que su violín fuera hombre, lo obligaba inútilmente a no sentir amor “porque amar y cantar, eso cuesta”. ¿A cuántos varones vi en mi familia así de tristes, resignados a no dejarse fluir hacia esa pasión a la que yo misma, fiel a la masculinísima tradición, he etiquetado tantas veces como “el peor de los sentimientos humanos” por ser el que nos halla y el que nos deja más débiles e indefensos?
“Oye, Miguel, los hombres no lloran/ Oye, Miguel, los hombres no lloran”, repetía el viejo son cubano como para fijarlo en la conciencia del género, de la nación y de la lengua… ¿Por qué aprehendí yo, tan dulce, llorona y sentimental, esas durezas masculinas? ¿Por qué me armé de esos escudos ajenos que a ratos pesan tanto? ¿Por qué regresan así, de pronto, esos recuerdos?
Creo que estaba dormida cuando llegaron las imágenes de la casa de mi tía Cachitica. La cocina de luz brillante con ese olor característico, el patiecito mínimo en el que para tender la ropa había que elevarla con unos palos preparados para tal fin, la máquina de coser Singer junto a la ventana, el armario de caoba, mi bisabuela Liduvina siempre en cama, el enorme refrigerador en la tiendita de ultramarinos que la Reforma Urbana le nacionalizó al tío Eugenio. Y Felo recién nacido en la cunita e Isel, con quien ahora no puedo comunicarme porque es médico militar y mi cercanía ―incluso en la distancia― podría perjudicarla.
Así mismo apareció detrás de mis párpados, una buena madrugada, el muro de la iglesia de San Francisco y escribí aquel poema que titulé “Santiago de Cuba”:


Mis pies han vuelto desnudos
al hosco palpitar de los senderos
una huella reseca sobre el fango
donde una mano ayer echó la maldición.
En la pared mohosa se refleja el contorno
de los flacos arbustos ya sin hojas.
Como una cicatriz
los rieles del tranvía parten la calle en dos
una suave pendiente los arroja hacia el mar
con destellos que ciegan.
Allí están las amigas
bajo la sombra calma
sudor entre los dedos
caricia apenas que presagia el beso.
Allí están los muchachos riendo a carcajadas.
Allí estoy yo
tomada de sus manos
y la tarde es un juego de penumbras que descienden.



Mientras cuento esta historia he buscado en Youtube canciones del Flaco Zitarrosa y oigo el “Adagio a mi país”: “En mi país qué belleza/ cuando empieza/ a amanecer…” Aquellas melodías que sólo programaban en la radio cubana los días de luto nacional. Porque la nueva trova y la nueva canción eran, para buena parte del pueblo y para los programadores radiales, “música de muertos”.
Muertos están casi todos los nombres de mi infancia: mis abuelos, mi papá, Liduvina, Cachitica y Eugenio, mis tíos Enzo y Pepín… Manolito Borjas con su sonrisa enorme. ¿Están muertos? ¿Es la muerte un estado permanente o tan sólo una circunstancia, cuestión de tiempo y dimensión, el momento del salto?
El sábado iba yo muy tranquila en un taxi ecológico hacia la oficina de la editorial. El carrito avanzaba con bastante fluidez por Sánchez Azcona y luego por Monterrey, mientras Leonardo Favio dilucidaba si “cuando llegue mi amor le diré tantas cosas… o quizás simplemente le regale una rosa”. Al atravesar Baja California, cuando Juan Luis Guerra quería ser un pez para bordar de cayenas su cintura y hacer siluetas de amor bajo la luna, el coche de adelante frenó intempestivamente y estuvimos a un tris de estamparnos en su carrocería después de haber patinado ruidosamente como metro y medio.
Volví a acordarme de Manolito, a quien la muerte se llevo a los veintitantos en la curva fatal de Melgarejo. ¡Cómo cambia la vida en un segundo! Como vienen, de pronto, una noticia, un papel, un vómito, un frenazo, una punzada, un aluvión de imágenes y modifican lo que era simple rutina, tranquilo y automático vivir. Canta el bardo uruguayo: “Dice mi padre que ya llegará/ desde el fondo del tiempo otro tiempo”. Una enorme mariposa se despega de mi hombro. La vida es como su vuelo, pienso y me reinvento otra voz que viene de muy lejos: “Hoy recuerdo mariposas que ayer sólo fueron humo,/ mariposas, mariposas que emergieron de lo oscuro/ bailarina, silenciosa…”

martes, 2 de junio de 2009

Libros que no he leído

En Tijuana, tres veces por semana...



Hace unos días, mientras caminaba sobre el pasillo que lleva al andén de la estación Etiopía, me di cuenta de cuánto extrañaba a Tertuliano Máximo Afonso, el protagonista de El hombre duplicado de Saramago. Y más que al obsesionado y puntilloso profesor de historia, a ese narrador sentencioso, simpático y ―se diría ahora― proactivo que me hizo soltar la carcajada en pleno vagón más de una vez. “Personal autorizado está bajando a las vías en estación Guerrero”, anunciaba el audio local, lo cual quiere decir, exactamente, que algún desdichado se arrojó a que el tren terminara con la vida que ya no podía soportar. Pensé entonces si la vocación de sobreviviente de Tertuliano Máximo Afonso en algún momento hubiera podido ordenarle resolver así, tan de sopetón, sus raras tribulaciones.
Días antes, caminando con Vianett por la carpa de libreros en la Feria de Tijuana, un guiño imantó mi pupila: la colección La Sonrisa Vertical de Tusquets y, entre las rosadas carátulas, un título largamente añorado: el Púrpura profundo de Mayra Montero, ganador del XXII Premio de esa casa que padece el infortunio de que sus convocatorias más recientes hayan sido declaradas desiertas. ¿Será que ya no se ama con fiereza, lujuria y regodeo o que tanto pecar se nos hizo hábito y hemos perdido la concupiscencia y el interés en compartirla?
Dentro de mi cabeza el impertinente de Sabina cantaba bien bajito, con su voz aguardentosa: “En Tijuana,/ tres noches por semana,/ se trabajaba en México la nuit./ ¿Quiubo, señor?/ Me llamo Viridiana/ y me apellido veinticinco mil”. Esa fresca noche tijuanense, luego de una muy rica comida china en el Palacio Royal, volví a reencontrarme con Tertuliano Máximo Afonso y su hilarante narrador. No dejé el tomito hasta que conocí el desenlace de la singular aventura de los hombres duplicados.
Cuando se termina un buen libro, queda en el alma una especie de vacío. Un desapego que sólo se alivia con otro buen libro. Y fue justamente lo que pasó cuando abrí Púrpura profundo y me topé con el también excelente narrador: el odiosísimo y a veces repugnante viejo zorro de Agustín Cabán que, según su propia memoria, se despachó a cuanta solista virtuosa desfiló por la orquesta sinfónica de Puerto Rico y sus alrededores, incluidos un par de varones y una secretaria lesbiana. ¡Qué magistralidad de Mayra el narrar a través de un personaje tan escabrosa, humana y caribeñamente masculino!
“Nunca tendrá uno suficiente tiempo de leer todo lo que quiere o lo que debe”, me había dicho en el avión de ida hacia Tijuana, mientras alternaba el suplemento cultural de Milenio y un cuento fresquecito que Camilo Venegas le confió a mis ojos unas horas antes. Todo tiene su tiempo bajo el Sol, clama el Eclesiastés. Empecé a leer El hombre duplicado hace varios años. No recuerdo por qué razón ―¿aburrimiento?, ¿hastío?, ¿otro libro que le robó mi atención?― un buen día puse el marcador y no volví a abrirlo hasta hace un par de semanas. Durante años durmió en mi mesa de noche el sueño de los justos y, como era justo al fin y al cabo, volvió a la batalla y la ganó.
Sabina insiste en mi cabeza: …“los mariachis, mirando a Viridiana,/ le cantan Y volver, volver, volver”. Y vuelvo a recordar la ciudad fronteriza. Miles de mariachis en la plaza, bajo el arco, y una madurita Viridiana teñida de rubio tratando con un gringo, en un inglés chapurreado y fluido, en la planta alta del Dragón Rojo, cantina donde los primeros miércoles de cada mes la pintora Carmela Castrejón y un grupo de tijuanenses hacen Las noches del Dragón Rosa, fiesta de y para mujeres. Allí, al amparo de las siluetas femeninas en papel de estraza pegadas a la pared, testimonio del más reciente convivio, celebramos entre amigas la Victoria de México, como dice el comercial de esa cervecita morena.
Vuelvo al camino ―del Centro a Playas, de Playas al Centro―, a la vera de la cerca fronteriza llena de cruces. Pienso en las que nunca podremos alzar los cubanos sobre el mar, donde han quedado tantos compatriotas, devorados por el océano y por los tiburones del estrecho de la Florida y el Golfo de México. Vuelvo a las carpas de la Feria en el estacionamiento del centro comercial Plaza Río, en esa modalidad cada vez más frecuente en nuestras consumistas ciudades de “meter la cultura al mall”. Vuelvo a disfrutar el apacible desayuno con Sara y Cris, la terraza frente al Pacífico del Café Arcoiris, la chimenea en la sala de Jeanette. Sabina concluye junto a mi oído: “Con el corrido de la bella Malinche/ y el pinche gachupín/ ¡que viva México la nuit!”
Ahora que cerré la última página de Púrpura profundo, todavía abrumada de tanta intensidad y tanta promesa, me paro ante el extenso librero, indecisa, y dejo vagar la vista sobre los lomos, como sobre el desierto desde la ventanilla del avión que me traía de la Baja California. “Nunca tendrá uno suficiente tiempo para leer todo lo que quiere”, murmuro y siento cómo los libros que no he abierto me contemplan: algunos inquietos; otros decepcionados, indiferentes. El hombre duplicado se los ha dicho: es cuestión de esperar su hora, su tiempo bajo el Sol.


PD: Que alguien me dé la dirección de Mayra o la invite a darse una vuelta por este Parque. Díganle que la admiro y que cada vez que la leo me deja pensando y hablando de libros, esa gran pasión.